Después de tanto tiempo, sí... ¡He vuelto! Espero que disfruteis de este nuevo relato al igual que yo he hecho escribiendolo.
¡Un saludo a todos los lectores!
-¡No te
atreverás a escapar! –bramó su padre exaltado- ¡No puedes ignorar tu apellido,
la sangre que corre por tus venas!
Amasijo de carne y
huesos, pobre esqueleto; monstruo de manos frías que buscaban retorcer, piernas
temblando luchando por sostenerse que anhelaban pisar, ojos negros muestra de
vanidad, boca seca ávida de alcohol, lecho de horrores expresados.
Jonan cerró los puños,
en un vano intento de apaciguar la rabia abrasante que se expandía por todos
los rincones de su cuerpo; magma candente ascendiendo por su garganta como si
de un volcán se tratase. “Contrólate”
pensó mientras imaginaba como se sentiría al atravesar la carne de aquel
borracho con el cuchillo que guardaba escondido en el cinto, como sería ahogar
aquellas palabras con su propia sangre.
- Nuestra
familia siempre se ha valido de la traición y la muerte. Dios sabe que cada latir de nuestro corazón
nutre nuestras ansias de violencia, de sangre…
¡Es nuestro legado!
Inundado por una cólera
motivada por la impotencia de quien sabe que lo dicho es certero, Jonan escupió sobre los pies de su padre, sus
piernas inmediatamente conduciéndole hacia la salida del establecimiento en mor
de no oír aquellas funestas palabras que parecían sellar un destino que lo
perseguían como un lobo acechaba a su presa.
-¡Y tú eres mi
hijo! ¡Mi hijo!
Las puertas se cerraron
tras él sin poder silenciar las estridentes carcajadas de su progenitor. Cubrió
su rostro con sus manos callosas, demudado ante la mala fortuna que el destino
parecía haberle augurado. ¿Cómo se atrevía a pedirle aquello? ¿Cómo podía tan
siquiera plantearse que él era igual que ellos? No era un asesino. No era un
traidor. Muchos eran los años luchando en aquella batalla sin fin, una guerra
civil cuyos dos bandos se masacraban despiadadamente. ¿Y él, donde quedaba él?
¿Quién era? Había ignorado la maldición que le imponía su apellido, desatendido
los intereses de un padre que querían verlo desmoronarse como él mismo había
hecho, convertido en un desecho humano al que ni las alimañas más inmundas
osaban acercarse. Y sin embargo estaba allí, la antigua bestia seguía en su
interior, esperando la oportunidad, alimentándose de sus sueños más retorcidos,
de aquellos pensamientos tan recónditos que ni él mismo podía recordar…
Empezó a andar
resguardado por la oscuridad de las estrechas calles, fustigándose por su
debilidad ante su padre. Era un borracho inmundo y débil, pero no por ellos
menos cruel. Sí, todavía recordaba las palabras duras, los insultos rugidos,
los golpes asestados. Seguían las rojas marcas sobre su cuerpo, reflejo de un
pasado que no lo abandonaba; lazos con un nuevo monstruo, otro más de tantos.
Podría haberlo asesinado. Un impacto mortal con la botella, quizás una herida
con un cuchillo que lo mantuviera sufriendo durante días, suplicando su propia
muerte. Jonan volvía a sentir el sabor de la sangre regresar a su paladar como
antes había hecho, el deseo de regresar a la taberna y hundir por fin su arma
en la débil carne de aquel rastrojo; aparecía otra vez la bestia, incitándole a
cumplir aquello que se esperaba de él.
¿Acaso alguien le iba a
negar aquel derecho? ¿Su derecho?
No.
Y era aquel pensamiento,
tan racional, tan frio, el que lo atormentaba.
Había sufrido un
arrebato de ira, instantes de fría cólera. Durante unos eternos minutos en la taberna, aquellas
sangrientas fantasías se le habían antojado reales. Había estado dispuesto a
cometer parricidio, la más vil de las traiciones, sin ningún asomo de
arrepentimiento. La maldición que había intentado enterrar durante años volvía
a resucitar. Cada vez con más fuerza y forma, una visión que no se desprendía
de sus retinas.
Su monstruo interior
había rugido ante la verdad presente en las palabras de su progenitor, y Jonan
había tenido que concentrar todas sus fuerzas para sepultarlo. ¿Cuántas veces
iba a poder resistir hasta la próxima vez?
Porque siempre había una próxima.
El ruido de unos pasos
lo puso en alerta y se esfumaron sus funestos pensamientos. Tan pronto como se detuvo el sonido se disolvió en el aire
helado de la noche. Volvió a reanudar la marcha ante los ojos de un depredador
en el coyote, esta vez con las manos agarrando el mango de cuchillo; sentía la agitada respiración de su perseguidor, que trataba de igualar sus largas zancadas.
Podría haber utilizado la razón: intuir que el gran esfuerzo de quien le seguía denotaba falta de práctica, quizás vejez o incluso miedo. Comprender que apenas era una amenaza. Pero un frío instinto lo dominaba, deshechando aquellas razones por débiles, inconclusas. Se introdujo en un callejón, donde la oscuridad impedía cualquier
tipo de visibilidad. Un portal más ancho de lo normal le sirvieron de pretexto;
refugiado entre las sombras estabilizó su respiración, ahogada ante excitación
de lo que iba a hacer.
Una nube entre las
tinieblas pasó como una exhalación ante su campo visual. Algo se desgarró en su
interior: sin pensarlo dos veces, se lanzó contra la figura, golpeando su cabeza
contra la pared colindante, hundiendo el cuchillo en el cuello. Forcejearon
unos instantes, su cuerpo rígido a la espera de un golpe a traición que no
llegó. Percibió la piel desgarrarse, la sangre que brotaba en sus manos, los
espasmos de su contrincante.
-¿Quién eres? ¡Dímelo,
maldita sea, dime quien eres! –le pregunto amenazador, empujándole contra la
pared- ¿Quién te ha enviado? ¿Es él?
Un sonido irregular
emergió de la boca del extraño. Jonan se acercó para discernir las palabras:
-Yo…solo…dinero…Yo…
Un ratero. Un vulgar
ladrón. Y él… él un asesino. Soltó de repente a su víctima, como si el simple
contacto con su piel le produjese quemaduras. Agarró el cuchillo, súbitamente
consciente del color rojizo de la hoja. Sangre fresca.
El lobo había vuelto a
cazar.
Otra vez.
Siempre eran ellos; aquellos que no eran recordados por nadie, en cuyas
pieles se aferraba el hedor de podredumbre. En las sombras vivían, y en la
oscuridad del olvido desaparecían. No recordaba quien había sido la primera
víctima; solo lograba evocar los escalofríos de excitación, la vista nublada,
un instinto salvaje que lo ocupaba todo. Lo apartaba de su mente pero el sabor
permanecía allí, en la boca, hasta que sucedía otra vez. La última, nunca más, no seré como ellos se repetía constantemente
los días posteriores, presa de una culpabilidad que se mezclaba la morbosa
satisfacción de haber cumplido un deseo largo anhelado. Y la pregunta
persistía: ¿Cuánto más podré aguantar?
Rehízo sus pasos, intentando acompasar su respiración a ellos. Una parte de
su ser todavía vagaba en la marea de un delicioso delirio. Otra era víctima de
la paranoia. Las calles le semejaron más estrechas, como si intentaran
acorralarle. La negrura de la noche lo dominaba todo, incluso habían apagado la
luz de las estrellas, siendo imposible distinguir entre la tierra y el cielo.
Sin embargo, su rumbo estaba grabado a fuego en su alma, el más fiel de los
mapas. Deambularía sin fin bajo la espesura de las tinieblas hasta demostrarse
a si mismo lo que realmente era. No podía serse lobo y cordero al mismo tiempo.
La función de su vida había empezado, y él debía elegir un papel para empezar a
actuar en ella.
¿Víctima o verdugo? ¿Presa o depredador?
Se detuvo frente a un edificio que apenas se diferenciaba del resto, en
apariencia anodino. Las numerosas
grietas y manchas de humedad que se extendían por las paredes le conferían un
aspecto mugriento, propio de las viviendas de las grandes ciudades. Ante una
visión tan banal, no le fue difícil imaginar al hombre que habitaba esa casa
acompañado de una mujer y sus hijos.
¿Era su culpa la antigua rivalidad entre sus antepasados y los de Jonan? El mayor delito de aquel hombre había sido nacer
en la familia equivocada e intentar llevar a cabo una vida normal.
Una existencia que en otras circunstancias Jonan se habría obligado a
desear y que, sin embrago, en aquellos instantes, con las manos todavía
manchadas de sangre y un aura de oscuridad rezumando en su interior, cada
célula de su cuerpo despreciaba. Los años le habían demostrado que a pesar de
su voluntad de separarse de su linaje, era incapaz de llevar algo más que una
vida disoluta. Había habido mujeres, sí, otros cuerpos a los que aferrarse
cuando volvía a percibir señales de la bestia, donde ahogar el desconsuelo y la
culpabilidad. Presencias que lo acompañaban durante al descenso al infierno y
que se desvanecían al entrar en contacto con el aire incandescente. Al final
quedaba solo. Siempre vacío, alma errante.
“No puedes ignorar tu
apellido…Nuestra familia siempre se ha valido de traición y sangre” las palabras de su padre revoloteaban en su
cabeza, ahora cobrando más sentido que nunca.
La existencia de aquel hombre era una mancha negra para su linaje. No lo
conocía, pero lo odiaba. Con todo su ser. Un sentimiento que la sangre que
circulaba por sus venas rugía. Cada poro de su piel le instaba a hacerlo, como
si su cuerpo ya estuviera exhausto de combatir contra sí mismo, de esconder una
verdad que apenas lograba contener. Era dolorosamente consciente de que si se
iba, la imagen de aquel edificio quedaría grabada en su mente, siempre presente
al cerrar los ojos, empujándole a una locura que lo obligaría a volver y a
cumplir su destino. A matar, a destruir, a aniquilar. A ser un lobo, husmear la
presa y despedazarla entre vítores.
Notó el pomo de la puerta entre sus manos decididas. ¿Eran realmente las
suyas o el producto de una ensoñación? Lo giró y solo oyó un leve chirrido,
silenciado por el grito de victoria del monstruo.
Largas sombras se ciñeron sobre él al entrar, pero ya no había de temerlas.
Él era como ellas.